La primavera revelaba las distancias tal como eran. 


«Verás, heredó un dinero. Alguien de su familia tenía dinero, vivía en el estado de Nueva York. Ella heredó unos doscientos cincuenta dólares; no era mucho, pero entonces más que ahora, y ya sabes que éramos pobres. Te crees que ahora somos pobres, pero esto no es nada comparado con lo pobres que éramos entonces. (...) 

Bueno, pues mi madre cogió el dinero y encargó una gran caja de Biblias. Llegaron por correo urgente. Eran de las más caras, con mapas de Tierra Santa, las páginas ribeteadas de dorado y todas las palabras de Cristo en tinta roja. "Bienaventurados los pobres de espíritu." ¿Qué tiene de especial ser pobre de espíritu? Se gastó hasta el último centavo. Luego tuvimos que salir y repartirlas. Las había comprado para distribuirlas entre los no creyentes. Creo que mis hermanos escondieron unas cuantas en el granero. Sé que lo hicieron. Pero yo era demasiado estúpida para que se me ocurriera algo así. A los ocho años me pateé todo el campo, con zapatos de chico y sin un par de mitones, repartiendo Biblias. Si acaso, me vacunó contra la religión de por vida.»

La vida de las mujeres
Alice Munro

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